El pasaje estaba pagado, sólo faltaba tomar el metro, lo que implicaba traspasar esa masa que bordeaba la línea amarilla y no dejaba bajar antes de subir. Fue en ese momento que el Pato me mira con una cara de felicidad, hasta los ojos le brillaban. “¡Vamos a tomar una chela hueón!” Lo mire algo sorprendido, el día anterior ya había sido la farra y no estuvo muy sanita que digamos. En ese lapso llega el Pelao, otro amigo que por lo general va a todas. Fue ahí cuando los dos casi a coro dicen: “Vamos no seas mamón, ¡mira la gente!". Ahí comprendí que las filas, el motín y las molestias tenían para rato. Los mire fijo y les dije…¡vamos!
Saliendo del Metro pude saber que mis amigos querían lo mejor, porque adentro de Montt estaba la cagada. Entre risas y bromas salimos de la estación. El Pelao, que trabaja en el día, andaba formal de pies a cabeza, él es algo milico para sus cosas y defiende a muerte al “Tata”, por otra parte el Pato que con su polerón Adidas y zapatillas revolucionarias lo hacen disimular la cara de viejo que se gasta a sus 25 años. Seguimos caminando por Providencia y en eso Pelao divisa “
Al ingresar pedimos de inmediato una jarra de cerveza, conocida por los expertos como "Pitcher", eso sí quedó claro desde al principio que el Pato y yo podíamos aportar 500 pesos y nada más, Pero como nunca esta demás el Pelao, como amigo buena onda, exclama, ¡yo pongo el resto!.
Tomamos nuestras ubicaciones y la protuberante mesera rubia llega con el pedido que esperábamos con ansias. Al dejarlo sobre la mesa nuestros ojos brillaron y nuestras bocas se secaban al ver la cerveza espumosa y helada que contenía esa jarra de vidrio. Sin embargo, las apariencias engañan. “¡Está huevá está rancia!”, grita el Pato apenas vaciado el contenido. Pelao y yo probamos un poco de nuestros vasos y la verdad es que estaba tibia y desvanecida. ¡Qué frustración mas grande! Todas las ansias que sentíamos por beber se derrumbaron, la mesera se acerca con cara de asombro y suavemente pregunta: “¿esta mala?”. “Mmmm…Qué raro, pruébala”, respondimos. Ella dice que no puede hacer eso y corre a cambiarla. De vuelta nuevamente la mesera trae otro jarro de cerveza, lo servimos rápidamente y ¡Sorpresa!, la cerveza estaba en igual condición que la anterior. El Pato ya estaba molesto y nos dice que nos vayamos de ese “sucucho de mala muerte”, pero Pelao, fiel al local que lo ha acompañado en sus mejores farras, nos pidió calma. Nuevamente se acerca una persona, pero ahora no venia la chica rubia de voz suave, sino que ahora corrió hacia nosotros un garzón, que era flaco como un pitillo y con una cara de guagua que hacia notar que este era su primer trabajo. El muchacho nos pide que no nos preocupáramos, que lo iba a cambiar, pero antes de llevarse el trago desvanecido, nos mira a los ojos y nos dice, “con su permiso”. Toma el jarrón de vidrio y se toma un sorbo que nos dejó a los tres pasmados. “Sí, está mala”, exclamó. Nosotros nos miramos y aprovechando el momento de silencio digo “estamos finitos compadre” y nos matamos de la risa. El chico corre a la barra a servir otro y de la misma maquina, fue entonces cuando los tres a coro gritamos: “¡cambia el barril!”. “Era justamente lo que iba hacer” nos dijo el mesero. Ahí las risas volvieron, por los menos estas hacían olvidar los incidentes anteriores.
La rubia vuelve y esta vez nos garantiza que ahora sí el schop estaría perfecto, los vaciamos a nuestros vasos y todo el local nos miraba. Bueno, solamente los meseros, porque apenas eran ellos y nosotros, como será que hasta el cocinero se asomó. Empinamos nuestras copas y bebimos el líquido, la aprobación era absoluta, nuestras caras lo delataban, la cerveza estaba exquisita, helada y hasta con gas. Fue hasta ese preciso momento que los camareros suspiraron de tranquilidad, por los menos para ellos ya éramos clientes felices.
Fueron tantos minutos de espera que la cerveza rápidamente se acabó, me levante apresuradamente de mi silla y les dije que nos fuéramos, sin embargo mis dos buenos amigos dijeron que el Metro todavía estaba lleno, al parecer tenían mejor vista que yo, porque de donde estábamos el subterráneo se encontraba a una cuadra y media. “¿Vamos por el otro?, ¡yo me rajo!”. Pelao levanta su mano y pide el segundo de la noche y seguimos hasta que llegó el tercero auspiciado por él mismo. Fue en ese instante que el ambiente era de fiesta, constantes idas al baño hicieron de esas tres horas una grata convivencia en donde se habló y se contaron uno que otro secreto de pasillo. Pasaba el tiempo y ya era hora de irse a la casa, al levantarme de la silla me di cuenta que la cerveza marea y bastante, pagamos la cuenta, los 500 pesos del Pato y los míos, la diferencia la ponía Pelao. La mesera nos agradeció el consumo, al parecer le salvamos el día y de buena onda le dejamos 200 pesos, todo sirve pensamos y tratamos de salir lo más parecido a los que llegamos, pero después de lo bebido era imposible.
Caminando al Metro, nos miramos y vimos la hora. Eran las 21:30. El Pato estaba solo en casa y no tenia problemas por la llegada. Pelao tenía clases y no asistió. ¿Y yo? Esperaba un sermón de mi novia que, por lo general, le molestan este tipo de salidas. En ese instante nos vino el arrepentimiento y les pregunté a mis amigos: ¿de quién fue culpa esta huevá? Los tres llegamos a una conclusión: Fue culpa del Transantiago. Y nos cagamos de la risa.
2 comentarios:
jaja buena la historia, son cosas que realmente pasan.
saludos compadre espero q todo vaya bien.
zani
¿Y lo periodístico? Buen relato, pero no pasa de ahí...
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